viernes, 13 de junio de 2008

EL BIPARTIDISMO, ES DECIR, EL PPSOE


UNA RATITA DE BARCELONA ME HA PASADO ESTE TRABAJO. ME GUSTARÍA QUE LO COMENTÁRAIS

Por Jordi de la Fuente

A la luz de los últimos resultados electorales en los comicios del 9 de Marzo de 2008, en España se abre un debate que los círculos entendidos sobre política ya discutían internamente pero que ahora se abre, como por arte de magia, a todo el público: el debate sobre el bipartidismo.
Si bien es cierto que nuestro país no se configuró como un país bipartidista, en los primeros años de la democracia durante la Transición, debido a la presencia de múltiples sensibilidades traducidas en otras tantas formaciones políticas – esencialmente, sensibilidades identitarias subnacionales traducidas en partidos nacionalistas. Hoy el panorama parece haber sufrido un nuevo cambio, el cual parece sorprender a los periodistas y analistas que estudian el fenómeno, sorprende menos al electorado y no sorprende en absoluto a los dos principales partidos con representación en España.
Realmente en España la tendencia al bipartidismo existía desde que se elaboró la Ley Electoral por parte de UCD, y que el PSOE años más tarde se ocupó de darle vigencia readaptándose a sí mismo como máquina electoral. La tan en boga Ley Electoral de UCD favorecía, mediante Ley D’Hondt, la presencia en las cámaras de un mayor número de diputados según qué provincias concretas, en las que los dos partidos mayoritarios obtendrían un número mucho mayor de diputados en detrimento del resto de partidos, a su vez teniendo más peso electoral ciertas provincias– esto es, siendo más fácil obtener diputados con menos votos -, justamente las que UCD preveía poder tener mayoría. Si la ley sigue vigente, de entrada puede ser debido a que, como he estipulado, PSOE la haya estudiado a conciencia y haya profundizado en aquellas provincias con mayor peso electoral durante el paso de los años. La prueba evidente está en la provincia de Barcelona: en las últimas elecciones, el PSC en Barcelona aportó 16 de los 25 diputados al Congreso que el PSC en toda Cataluña ha conseguido, a 14 diputados y casi un 25% de votos de distancia que la segunda fuerza, CiU. ¿Y este giro del PSC-PSOE, que parece que haya abandonado la llamada “carrera por Madrid”? Lógico si entendemos que el PSOE acepta y defiende el bipartidismo, el cual le beneficia si realiza la estrategia que ha demostrado en estos comicios, ejemplificada excelentemente en los resultados obtenidos por esta formación Cataluña.

Concluyamos de entrada que sí, damos por hecho que existe un bipartidismo, laxo y no estrictamente rígido si consideramos la existencia y representación de partidos de ámbito autonómico y algunos de ideología independentista y/o nacionalista. Ahora cabe formularse la pregunta de un posible trabajo de investigación al respecto; sabemos que el bipartidismo es hoy un hecho, pero ¿a qué responde? ¿Existe una realidad social en España que así se siente, “bipartida” ideológicamente? ¿Las “dos Españas”? La pregunta, por tanto, tiene que ver con el cómo son los españoles, y esto inevitablemente nos lleva a indagar en la cultura política de los mismos, relacionada con la cultura cívica que a veces se yuxtapone con la anterior. La pregunta final de investigación es:
¿Favorece la cultura política española en la formación del bipartidismo?
Considerar que la cultura política de un país o de una región influye en sus resultados electorales es lógico teniendo en cuenta que la política es una manifestación más de los intereses particulares de los ciudadanos y de su manera de expresar respuestas a una serie de acontecimientos que son públicos o se hacen de interés público. En este sentido, la forma de reaccionar ante los estímulos, la forma de pensar, la forma de ver el mundo y concebir la misma vida – Weltanschauung – de la población en su conjunto en un determinado territorio puede condicionar, y lo hace en la práctica, sus decisiones electorales que se manifiestan en el voto y en la representación de los partidos votados en las cámaras legislativas.
Pero para poder afirmar que el ser de una población puede de alguna forma reflejarse en su hacer político, hay que indagar en lo primero. En este campo Gil Calvo puede aportar bastantes aspectos interesantes en este análisis. El autor se refiere a la existencia de instituciones formales e informales que influyen en la manera de ser de las sociedades, siendo “este marco institucional específico ( el que ) marca el futuro a recorrer con la inercia de su continuidad histórica, lo que condiciona la forma de pensar y la capacidad de obrar en la medida en que favorece ciertas forma preconcebidas de comportarse y dificulta la adopción de otras nuevas”[1].
En el caso español señala a Ortega y Gasset y su idea de “particularismo insolidario”, o lo que es lo mismo, la anteposición de los intereses propios/de grupo a los que se pueda compartir con la totalidad, para llegar a un “antagonismo incivil”, en palabras de Gil Calvo, en busca de la destrucción del oponente y la imposición predominante de la opinión propia. Este pesimismo, clásico en los escritos anglosajones sobre culturas políticas mediterráneas, nos introduce en una visión dual de la realidad, un A y no-A, una doctrina del “amigo-enemigo” de Carl Schmitt aplicada al interior de las sociedades, presumidas como homogéneas[2]. Es todo ello lo que provoca la imagen de las “dos Españas” tan famosa y que ha llegado a institucionalizarse informalmente desde el análisis académico hasta la opinión pública, previo filtro de los medios de comunicación que reproducen este esquema. Y como dos partes distintas entre sí que deben cohabitar en un territorio y compartir recursos, el enfrentamiento es inevitable. Lo que ya es más dudoso es su procedimiento a partir de la admisión de la diferencia: ¿acaparar más recursos? ¿Lucha fraticida por el poder? España nos da ejemplos desde hace siglos de esta idea, concretamente desde la Guerra de Sucesión – con un parón intermedio llamado Guerra de la Independencia – pasando por las guerras civiles hasta culminar con la Transición democrática, por suerte pacífica, pero no exenta de un grado de violencia sutil y refinada acorde con los nuevos tiempos.
La cultura política de un grupo es, pues, lo que le predispone a actuar de cierto modo preciso. De alguna forma podemos predecir o intuir qué reacción tendrá el grupo ante un hecho: tal idea se engloba dentro del paradigma institucionalista que dota a las instituciones formales e informales del papel clave a la hora de dibujar escenarios políticos y resultados. Esto provoca una circularidad causa-efecto en tanto que la cultura política es causa y a su vez efecto resultante del proceso de desarrollo histórico. No debe suponer esto un problema si nos desmarcamos de los dogmatismos científicos en busca de relaciones lógico-causales clásicas y abrimos las miras.

Para realizar esta investigación se deben buscar y establecer algunas características básicas – casi tópicos – de la cultura política española. Se acepta en el mundo académico que la España de hoy ya no es la misma que la “catastrofista” clásica de Ortega, pero se debe de tener en cuenta, siguiendo la teoría institucionalista, que aun y habiendo sufrido importantísimos cambios coyunturales e internos en la sociedad, la cultura política española sigue estando marcada por tics muy fuertes que, en épocas de incertidumbre, vuelven a la palestra como antaño sin ningún tipo de rubor. Gooch (1986) enumera una serie de características de la cultura política española clásica: una religiosidad intensa e intolerante; una gran preocupación con la dignidad, el honor personal, y el status social; una personalidad orgullosa; individualismo feroz; bajos niveles de confianza interpersonal; una vida austera y no materialista; una excesiva preocupación con la inmortalidad; roles sexistas muy definidos ( entre los cuales predomina el machismo y el donjuanismo entre los hombres ); desprecio por los negocios; una propensión hacia la crueldad y la violencia; y una preferencia por las conquistas imperiales sobre el trabajo manual.

Incluso normalmente se relacionan estos aspectos con la “mentalidad heroica” española heredada desde la Reconquista, aunque me atrevería a decir desde tiempos de Viriato contra el Imperio Romano. La cultura “de guerrilla” es típicamente española: cerrada, tribal, familiar, recelosa con lo foráneo y que aunque se vea en inferioridad lo primero es “la casa”, así que si no se puede vencer a lo que se considera enemigo bajo cánones de igualdad y honor, la nocturnidad también vale, “el fin justifica los medios”.
Las características anteriores no alejan al modelo español del resto de culturas políticas latinas, y además en este sentido, la llamada “ideología hispánica” a la que Gil Calvo hace referencia no es más que una cosmovisión del mundo y del ser ( de la vida ) enraizada en la cultura latina muy profunda y marcadamente y que también baña las distintas culturas europeas: nórdica, liberal y jacobina; se puede deducir, por otro lado, que las diferencias existentes entre las culturas europeas no son más que el fruto de la adaptación de la cultura latina a las realidades de los otros pueblos, objetivas – circunstancias físicas y sociales de los pueblos del momento - y subjetivas – culturas y esencias previas de los mismos aunque de todos modos en la misma raíz indoeuropea. Al fin y al cabo el tronco común conserva patrones comunes que se han ido manifestando a lo largo de la Historia; no sería posible explicar el éxito del fenómeno fascista en el centro y el norte europeos, analizado como algo típicamente latino, mediterráneo, incluso atrasado, si las culturas políticas germanas y nórdicas no conservaran esos puntos comunes con el resto de culturas políticas europeas, cuando siempre se ha considerado el norte y el centro europeos lugares de desarrollo económico, de progresismo, de consenso.
El caso es que la España de los últimos treinta años incorpora nuevos aspectos que debemos considerar en nuestra investigación, para poder combinarlos con los aspectos clásicos y trazar una línea de relaciones que trate de desembocar hasta nuestro cometido: demostrar si el bipartidismo es fruto inequívoco de la cultura política española. El cambio ha sido rápido en estos tres decenios[3]. Existen dos factores que explican el cambio: el primero la modernización socioeconómica, que ha incrementado la educación y la secularización, la presencia de medios de información, la mejora de la calidad de los transportes, el auge del sector industrial y sobretodo terciario modificando la estructura de clases y ampliando las clases medias; el segundo factor es el comportamiento de las elites políticas, que han tratado de esquivar durante estos años el comportamiento radicalizado o extremista típico en lo político y han buscado posturas más moderadas, acorde con el nuevo tipo de votante de clase media que hereda la desmovilización política del franquismo y que hay que captar electoralmente. La pérdida de peso del campo debido a las migraciones hacia las ciudades ha mermado ampliamente al caciquismo, heredero de lo feudal, aunque se ha modernizado en un amiguismo que favorece los lazos personales en las posibilidades de trabajo o de éxito – el conocido como “enchufismo”.
La cultura política española en estos años recientes, pues, ha abandonado el radicalismo y extremismo y se refugia en la moderación; tiende a posicionarse en el centro-izquierda, reformismo antes que posturas extremas; también tiende al igualitarismo y estatismo, en que la responsabilidad de la justicia social y la prestación de servicios recae en el Estado y la clase política; y en la insatisfacción y desafección políticas.
Este último punto, la insatisfacción y la desafección, es el que detecto que enlaza las dos etapas de cultura política española, la clásica con la actual: es el descontento al ver que los órganos públicos, administración y políticos, no actúan suficientemente para resolver los problemas sociales lo que provoca que se tenga una imagen de ellos como corruptos e interesados, que enlaza con la desconfianza interpersonal que marcaba la cultura política clásica y que desemboca en dos posturas: la baja participación política y civil y la desafección política, esto es, el no casarse concretamente con ninguna fuerza política porque se consideran corrompidas y de esta forma el público se desplaza a lo que considera más lejano de lo político, es decir, el centro, lo anti-ideológico, lo moderado. Y como es desconfiado porque observa las diferencias económicas entre españoles, preferiría que todos gozasen de idénticas oportunidades y derechos, además de deberes: ese es el igualitarismo al que me refería antes, no necesariamente un igualitarismo solidario, porque el solidarismo español es muy tribal, familiar.
Y aunque haya existido cambio, en los últimos ocho años es posible que estemos asistiendo a una revalorización de las características clásicas, un redescubrimiento de la idea original de confrontación entre facciones que parecía de algún modo oculta en las manifestaciones políticas y civiles de los españoles. Según Josep Maria Colomer en su artículo “Las instituciones de la crispación política”, aunque date de 1997, se adapta perfectamente a la situación más reciente del panorama político español: se está bipolarizando, decayendo la bisagra autonómica y aumentando la oposición frontal entre los dos grandes partidos. La tesis de Colomer es que la confrontación es producida por las instituciones políticas existentes, además de la propensión psicológica de las dos grandes partidos que han rescatado tradiciones culturales que favorecen a la concentración del poder y el gusto por el enfrentamiento.
Estas instituciones que producen crispación y confrontación son el sistema electoral, la protección de los partidos y las reglas para la formación de gobiernos. La primera nunca fue negociada, fue por Decreto Ley impuesta por el gobierno no electo de UCD en 1977, ratificado por el PSOE en 1985 y favoreciendo la estabilidad por encima de la proporcionalidad: distritos electorales pequeños, Ley D’Hondt, y más del 40% de diputados al Congreso son elegidos en distritos en que sólo los dos partidos mayores pueden obtener representación ( igual que un sistema mayoritario ). Por eso UCD pudo tener mayoría de escaños con un tercio de los votos y el PSOE mayorías absolutas con menos del 40% de los votos. Esto dibuja un panorama bicolor que el electorado detecta rápidamente y traslada a su voto, convirtiéndolo en el famoso voto útil, alimentando más aun si cabe la bipolarización. La segunda institución, la protección partidista, se basó en que en la Transición los partidos eran organizaciones débiles, tras la dictadura desmovilizante, y la ciudadanía despolitizada. Esto se consiguió con la implantación de listas cerradas y bloqueadas para votar, disminuyendo la posibilidad de elección del ciudadano y la competencia intrapartidista y aumentando el control y el poder de las elites del partido. Por otro lado, y más determinante, la financiación pública proveniente de los impuestos, en función de los escaños y no de los votos, por lo que según lo anteriormente expuesto habrán dos fueras políticas con mucha más financiación pública y se autorefuerza el sistema existente. La tercera institución es la preferencia por la estabilidad en la formación de gobiernos, siendo posible formar gobierno en minoría, sin coaliciones, disminuyendo el papel del parlamento y la concentración de poder. Los partidos autonómicos juegan aquí el papel bisagra, pero más como descentralización competitiva que cooperativa, puesto que darán soporte al partido que les convenga más ( ejemplos como el PNV o CiU dando soporte a PSOE o PP alternativamente ).
Efectivamente, vemos que el caudillismo de la cultura política latina, la desconfianza y desafección españolas, el autorefuerzo institucional, el gusto por el enfrentamiento… características clásicas salen de nuevo a la luz en un panorama en que lo periférico-autonómico ha perdido peso, como decía al principio, para dar lugar de nuevo al bipartidismo tradicional, a lo que algunos gustan denominar las “dos Españas” aunque me repugne, a la lucha fraticida de dos fueras políticas que en esencia su motivación y la de los grupos de intereses que las sustentan es la captura de la mayor empresa española: el Estado. Y para detectar todo esto hay que analizar nuestra cultura política, singular pero que encaja en el mapa europeo aunque muchas veces nos jactemos del diferencialismo. Y con todo ello, empieza el trabajo de investigación.

[1] Gil Calvo, E. “Las culturas públicas”, en “La ideología española”
[2] Tal vez esto sea inevitable: hablar de bipolarismo en una sociedad es tender a simplificar mucho, y en nuestro caso, una de las partes englobaría a un porcentaje de los “homogéneos” españoles, hoy en día situados en la parte “progresista”, y a los “heterogéneos” vascos, catalanes, gallegos y demás opiniones diferencialistas, frente a la otra parte “conservadora” que estaría compuesta por el resto del porcentaje de “homogéneos” españoles, excluyendo actualmente a los que fueran sus aliados antaño en la historia de España, los conservadores regionalistas o nacionalistas “heterogéneos”.
[3] Normalmente los cambios rápidos en la estructura de un país y de su sociedad se atribuyen al crecimiento económico y al aperturismo. En el caso español bien podría ser un factor explicativo.

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